Domingo de Pentecostés, día del Espíritu Santo

De repente se oyó un ruido en el cielo, como de un viento recio, que resonó en toda la casa…se les aparecieron como unas lenguas de fuego…esto fue lo que experimentaron la primera comunidad cristiana y se quedó habitando entre nosotros como cimiento del verdadero y auténtico amor de Dios.
Celebramos este domingo el misterio glorioso de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles diez días después de la Ascensión del Señor a los cielos cerrándose el ciclo de la Pascua de Resurrección. Desde ese momento el Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Santísima Trinidad, que procede del Padre y del Hijo, no ha dejado de estar entre nosotros, en el interior de nuestra alma y, por supuesto, en la Iglesia Católica para derramar en ella sus dones divinos.
Hay personas que se sienten felices y, no es para menos, porque tienen todo aquello que desean terrenalmente, pero hay otras personas, a buen seguro, sencillas y humildes, y pobres, que llevan dentro de sí a Dios como huésped habitual de sus almas. Y esta inhabitación de Dios en nosotros son la luz y la paz en el Espíritu Santo, tal y como lo anunció Jesús: “El Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo cuanto he dicho”.
En este momento histórico que no ha tocado vivir tenemos dificultades para conocer y apreciar al Espíritu Santo, ya que, por un lado, no somos seres espirituales puros sino encarnados, y, por otro lado, estamos inmersos en una sociedad de la imagen y los sentidos, el materialismo en todos los ámbitos de la vida ordinaria, antípoda de la espiritualidad, nos dificultad este encuentro con el Espíritu Santo.
Vemos a diario como la moral ha quedado relegada al rescoldo de las tibiezas, incluso, se hace alarde de conductas inmorales y amorales, siendo necesario más que nunca la presencia del Espíritu Santo para poder desatarnos de las ataduras del mal que nos aceña sobre la esencia del ser humano. En la vida de los cristianos, de los cofrades, “quien no nace del agua y del Espíritu no puede ver el Reino de Dios”.
Pero sobre todo, el Espíritu Santo es el amor. El símbolo con el que se materializó en Pentecostés fue el fuego, que significa amor. En las relaciones internas con Dios, el Espíritu Santo es amor que une al Padre y al Hijo, y el Único que podrá hacer armonizar los distintos miembros y carismas del Cuerpo Místico de Cristo que formamos la Iglesia. El pluralismo eclesial es enriquecedor cuando todos estemos al servicio de los demás, a la comunidad, y no suponga cisma alguno ni egocentrismo.
En conclusión, hoy como ayer, como siempre, esta fiesta de Pentecostés, que tiene un referente internacional en la religiosidad popular con la Virgen del Rocío en Almonte, Huelva, con la veneración a los Simpecados presentes en la Misa Pontifical, presente también el de Almería, y durante el discurrir de la Blanca Paloma en la madrugada del lunes por las casas de hermandad, es una forma de nuestra catolicidad cristiana para que el Espíritu Santo promueva con su aire de divina majestad el mensaje evangélico, única verdad revelada por Dios, inculturizándose a través de los Sacramentos en las distintas lenguas y culturas de la humanidad.
-Rafael Leopoldo Aguilera-