Elogio a Tarancón, homenaje a la Iglesia.
Recientemente ha sido emitido un programa televisivo sobre el cardenal Vicente Enrique y Tarancón (1907-1994). Es de agradecer que se recuerde a un eclesiástico español cuya aportación resulta insoslayable en la renovación de la Iglesia en España tras el Concilio Vaticano II, y en la Transición pacífica a la democracia. La sola noticia del cardenal Tarancón sirve para paliar la seria y extendida laguna en el conocimiento de la historia eclesiástica, en sus épocas más antiguas y en las más recientes. Porque un preocupante porcentaje de la sociedad española, zarandeado por la desinformación mediática y escolar, igual que desconoce el ser y actuar presente de la Iglesia, carece de una versión fidedigna del pasado del catolicismo, e ignora todavía más la decisiva contribución de la Iglesia Católica para alcanzar el actual sistema de libertades políticas. Lástima que los realizadores del programa no buscaran asesorarse mejor. Está bien saber cómo percibían y recuerdan a Tarancón personas extrañas u hostiles a la Iglesia y al cristianismo. Sin embargo, para hacer justicia al personaje, hay que acercarse a la autocomprensión de su persona, de su ministerio y de su servicio en la Conferencia Episcopal.
En primer lugar, para comprender tanto a Tarancón como a la Iglesia de ese tiempo, hay que tomar en consideración el drama de la Iglesia en España bajo la II República y en la Guerra Civil, con la tremenda persecución religiosa, un elemento también omitido en el programa aludido pero que determinaría decisivamente los decenios posteriores.
Y en segundo lugar, no debe olvidarse el contexto político de la España que debe poner en práctica la renovación promulgada por el Concilio Vaticano II. Simplificando un poco, diremos que los eclesiásticos más mayores, como las generaciones de su tiempo, vieron en la aplicación del Concilio una amenaza para la paz que se disfrutaba con el Régimen del General Franco, después del horror de la guerra y de sus consecuencias. Los más jóvenes, muchos ya conocedores del extranjero, soñaban una nueva situación para su Patria, con las libertades comunes en Europa. Y veían con razón la doctrina conciliar como impulso para conseguir esas libertades en la propia nación. De manera que, en la práctica, ser conciliar venía a implicar ser antifranquista. Y ser franquista en gran parte obligaba a ser anticonciliar. Pues los franquistas creían deber ralentizar la renovación eclesial para salvaguardar un sistema de gobierno que valoraban como casi perfecto. La infiltración marxista, tanto en los ámbitos eclesiales como sindicales, terminaría de enconar la fractura. En la vida cotidiana, esta tipología aparentemente tan sencilla, explica la enorme tensión vivida dentro de la Iglesia, cuyos efectos sangrantes pronto se hicieron notar en forma de confusión doctrinal, secularizaciones y crisis vocacional.
En esa ardua situación, la misión que Roma impuso al cardenal Tarancón fue asegurar la renovación eclesial desde actitudes de equilibrio. Pablo VI, apreciando sus cualidades, lo auspició como líder de la Iglesia española en esa etapa de renovación interior y preparación del futuro. La situación distaba mucho de ser idílica. Hacía falta, en efecto, mucha habilidad para enfrentarse con la ‘contestación interna’ que se venía sufriendo desde 1966. Llamado desde Oviedo a Toledo en 1969, y dos años más tarde a Madrid, pilotó el final de la transición eclesial desde la presidencia de la Conferencia Episcopal Española, y la transición política a la democracia.
Además de recordar las particularidades de la situación española, y el hecho de que D. Vicente Enrique y Tarancón fuera el hombre del Papa para renovar la Iglesia en España, estimo necesario reiterar otras dos consideraciones imprescindibles, que ya publiqué poco después de la muerte del cardenal:
Dos hechos no han sido tenidos suficientemente en cuenta por quienes han elogiado su tarea desde la sociedad civil. Muy sencillos, pero de enorme relieve: en primer lugar, el cardenal Tarancón fue presidente de la Conferencia Episcopal por elección democrática de los obispos españoles. Ellos confiaron en su persona para desempeñar el cargo, y lo reeligieron dos veces más. Sólo abandonó la presidencia cuando los estatutos impedían una cuarta elección. Lo cual significa que toda su acción a favor de la renovación eclesial y de la democracia en España, contaba con el decidido respaldo de la mayoría de los obispos españoles, que le eligieron y confirmaron por dos veces en su puesto. De tal manera que las alabanzas dedicadas al cardenal Tarancón, lo son en justicia a la Iglesia en España, que actuaba en comunión con el Papa y con la Iglesia universal. Y así lo recogerá la historia.
Y en segundo lugar, los hermosos frutos del esfuerzo eclesial de renovación interna y de apoyo a la democratización de la sociedad, perduran. No podía ser de otra manera, porque no se trataba de criterios personales aislados, sino de la aplicación de las orientaciones universales de la Iglesia. El cambio de actitudes operado en la Iglesia ya es definitivo.
Por último, una palabra en relación con las valoraciones que algunos eclesiásticos y seglares han divulgado ahora, achacándole haberse rodeado de colaboradores que resultaron funestos. Pienso que D. Vicente escogió a quienes sinceramente veía como renovadores fiables. En mi opinión, Tarancón no tenía muchas más opciones, dada la poca flexibilidad -por decirlo suavemente- de otros valiosos sacerdotes que podrían haber equilibrado la balanza. Él, como casi la totalidad de obispos de ese tiempo -al menos en España- fueron sobrepasados por la actuación de bastantes de sus colaboradores. Al final de su servicio episcopal lo supo ver, y explicó la actuación del Beato Juan Pablo II como una necesaria clarificación sobre el rumbo de lo que debió ser hermosa renovación y en ocasiones resultó simple demolición.
Recomiendo releer, al menos, el libro de José Luis Martín Descalzo, Tarancón, el cardenal del cambio (1982), y el de José María Javierre -más crítico-, Aconteció Tarancón (1996).